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Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero
decir, decoro; quiero decir, dignidad.
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Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y
estómago natural, y sé también que Dios me ha puesto en el mundo para que viva,
y no para que me deje morir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen
vergüenza? ¡Quiá!... lo que tienen es pico… Y mirando las cosas como deben
mirarse, yo digo que Dios, no tan sólo ha criado la tierra y el mar, sino que
son obra suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las
casas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura… Todo es de Dios.
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Y la moneda, la indecente moneda, ¿de quién es? –
preguntó con lastimero acento la señora-. Contéstame.
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Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del
que las tiene… y las tiene todo el mundo menos nosotras… ¡Ea! Date prisa, que
siento debilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?... Ya; están sobre la
cómoda. Tomaré una papeleta de salicilato antes de comer… ¡Ay, qué trabajo me
dan estas piernas! En vez de llevarme ellas a mí, tengo yo que tirar de ellas.
(Levantándose con gran esfuerzo.) Mejor andaría yo con muletas. ¿Pero has visto
lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfermado de la vista,
de las piernas, de la cabeza, de los riñones, de todo menos del estómago.
Olvidándome de recursos, dispone que yo digiera como un buitre.
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Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a
mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros
cuerpos: el hambre santísima!”
Misericordia, Galdós
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