Pocas veces salía a la calle, a vitrinear como decían sus
amigas que vivían al otro extremo de la ciudad. La Lupe, la Fabiola y la Rana,
sus únicas hermanas colas que arrendaban un caserón por Recoleta, cerca del
Cementerio General, en ese barrio polvoriento lleno de conventillos, pasajes y
esquinas con botillerías donde hacían nata los hombres, los jóvenes pobladores
que pasaban todo el día borrachos avinagrándose al sol. Así de ebrios, y sin un
peso, era ácil para sus amigas arrastrarlos hasta el caserón, y luego adentro,
rebalsarlos de vino tinto y terminar las tres a poto pelado compartiendo las
caricias babosas del caliente hombrón. No sabes lo que te pierdes, linda, por
no venir más seguido, le enrostraba la Lupe, la más joven del trío, una negra
treintona y chicha fresca, la única a la que todavía le daba por hacer show y
vestirse como la Carmen Miranda con una minifalda de plátanos que zangoloteaba
en la cara de los rotos curados para despertarlos. La Lupe hacía de anzuelo,
levantaba hombres tirados en la verea, hombres vagabundos expulsados de su
hogar, hombre cesantes que vagaban en la noche ocultándose de las patrullas,
hombres del Sur que llegaban a la capital con lo puesto, y después de caminar
semanas enteras buscando pega y durmiendo en las plazas, se encontraban con la
Lupe, y sin pensarlo, se encaminaban con ella por Recoleta hasta la casa donde
aguardaban tejiendo la Fabiola y la Rana, las dos viejas colizas jubiladas del
patín…
Pg.
72-73, Tengo miedo torero. Pedro Lemebel
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