jueves, 10 de octubre de 2013

a vitrinear


Pocas veces salía a la calle, a vitrinear como decían sus amigas que vivían al otro extremo de la ciudad. La Lupe, la Fabiola y la Rana, sus únicas hermanas colas que arrendaban un caserón por Recoleta, cerca del Cementerio General, en ese barrio polvoriento lleno de conventillos, pasajes y esquinas con botillerías donde hacían nata los hombres, los jóvenes pobladores que pasaban todo el día borrachos avinagrándose al sol. Así de ebrios, y sin un peso, era ácil para sus amigas arrastrarlos hasta el caserón, y luego adentro, rebalsarlos de vino tinto y terminar las tres a poto pelado compartiendo las caricias babosas del caliente hombrón. No sabes lo que te pierdes, linda, por no venir más seguido, le enrostraba la Lupe, la más joven del trío, una negra treintona y chicha fresca, la única a la que todavía le daba por hacer show y vestirse como la Carmen Miranda con una minifalda de plátanos que zangoloteaba en la cara de los rotos curados para despertarlos. La Lupe hacía de anzuelo, levantaba hombres tirados en la verea, hombres vagabundos expulsados de su hogar, hombre cesantes que vagaban en la noche ocultándose de las patrullas, hombres del Sur que llegaban a la capital con lo puesto, y después de caminar semanas enteras buscando pega y durmiendo en las plazas, se encontraban con la Lupe, y sin pensarlo, se encaminaban con ella por Recoleta hasta la casa donde aguardaban tejiendo la Fabiola y la Rana, las dos viejas colizas jubiladas del patín…
 
                Pg. 72-73, Tengo miedo torero. Pedro Lemebel
 
 

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