Hace unos años mi padre taló un nogal por donde el tronco
pierde su nombre. El árbol había crecido demasiado en tan poco tiempo y
amenazaba el tejado. Con el tronco hizo sus cábalas e incluso pensó en venderlo
pues es bien sabido de lo afamada y cotizada que es su madera. Finalmente clavó
en lo alto del tronco muerto una farola de luz solar pequeña y absurda, una de
esas que venden en los supermercados junto a un sin número de complementos,
mesas y sillas para el jardín.
Hoy, cuando iba a plantar una enredadera para adornar ese
jardín se dio cuenta de que el tronco estaba podrido en su base y que un
borracho podría apoyarse en él y partirse la crisma fácilmente cayendo al
suelo. Un borracho o un niño. El tiempo ha hecho de motosierra, ha impuesto su
fuerza una vez más y yo, desde el otro lado, he sido testigo de la sutileza con
la que siempre vence y convence.
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