De Alejandro Díaz Castaño:
Wuthering Heights (Andrea Arnold)
No soy particularmente admirador del trabajo anterior de
Andrea Arnold, cuya forma de dirigir había encontrado hasta ahora más aparente
que otra cosa. Quizá por ello su adaptación de la novela de Emily Brontë haya
constituido para mí una de las más agradables sorpresas de la Sección Oficial
de este año. La británica ha arriesgado mucho con la desnudez del planteamiento
de su película, que apuesta por diálogos mínimos, elipsis despiadadas, trabajo
de cámara radical, fotografía brumosa de gran inmediatez, y un diseño de
producción magnífico precisamente por su renuncia a lo ornamental. La historia
de Heathcliff y Catherine permite además una lectura en relación al momento
histórico en el que nos encontramos, a través de la perplejidad, de las
premoniciones del abismo que anuncian algunas de sus inquietantes imágenes (cf.
esos perros ahorcados que remiten a Pasión -En passion, Ingmar Bergman, 1969-,
con la que el film de Arnold comparte atmósfera nebulosa, enfermiza y sensual a
un mismo tiempo). También hay en ella brillantes secuencias musicales: las
canciones que Catherine entona por petición de su familia y ayudan a mitigar el
miedo y la desazón. Su planteamiento de ribetes terminales, con las emociones
entremezclándose de forma fugaz y el tiempo escurriéndose entre los dedos de
los personajes, cuerpos torturados, patéticos, que se mueven entre tinieblas,
acercan la película a The Turin Horse (A Torinói ló, 2011, Béla Tarr), pues a
ambas se podría aplicar las sabias palabras que Àngel Quintana dedicó (en Facebook)
a la obra del cineasta húngaro: “Es obscura, apocalíptica, pero acaba
remitiendo a todo nuestro mundo: la crisis, el miedo al otro, la soledad, el
abandono de Dios, la ausencia de futuro”.
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