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Le extraña, ¿eh? -, dijo, y sacó del bolsillo un
frasco minúsculo cerrado con un tapón de rosca-. Le diré. Tengo la vida aquí
sujeta, en este envase que contiene el agua con que me bautizaron. El día que
se derrame, o se disipe, o se rompa el frasco, se acabarán también mis días.
Todos tenemos la existencia subordinada a algún objeto. Pero mientras llega esa
hora funesta, me preparo para las calamidades. Permítame dos consideraciones.
Una, que es conveniente para llegar a viejo tener algunos vicios. Otra, que hay
que ganarle la delantera a las catástrofes. Respecto a la primera, le diré. Es
bueno tener en cultivo algunos vicios como pueden ser fumar, comer cerdo, beber
alguna sobrecopa o no hacer gimnasia, para que si algún día cae uno enfermo
tenga el médico algo que prohibir, y uno sane. Pero si uno es todo virtud, en cayendo enfermo morirá, por
impotencia de mejora. Sólo el pecador puede arrepentirse. Sin gula no hay
abstinencia. Y de lo otro, le contaré por sobreencima las medidas que he tomado
contra el infortunio. Cada semana finjo una dolencia nueva, le diré. Unas voy
de cojo, otras de ciego, otras de sordo y mudo, otras de jorobado, de manco, de
temblón, de inerme, de sin dientes, de mentecato, de orate, y combinadas entre
sí, y de este modo me ejercito para el porvenir, por si me sorprende la tara.
He visto tantas desgracias, y tan súbitas, que no quiero que me cojan a mí descuidado. Llevo así diez años y ya sé
arreglármelas de todo lo malo que conozco. Comer cerdo y fingirse ciego – y sonrió
con fealdad de máscara-, ¿qué otra cosa mejor puede hacer el hombre prudente?
Juegos de la edad tardía, Luis Landero
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