domingo, 10 de febrero de 2013

una saetera cegada

… Palpó la pared a su espalda en busca de no sabía qué: una puerta que no existía o una madre que lamiera sus heridas. Las llamas iluminaron el interior de la torre y la esperanza atravesó su cuerpo en todas direcciones, al distinguir una estrecha sombre vertical justo enfrente de su posición. Pensó que podría ser una ventana o la hornacina de un santo a media escalera, como las que había en el ascenso al camarín del Cristo de su pueblo. Se giró sobre su exiguo peldaño y palpó la  pared a su espalda en busca de asideros. Había socavones y grietas por todas partes. Encajando las manos en los agujeros consiguió avanzar sobre los restos de peldaños o sobre los huecos que éstos habían dejado en el muro al desprenderse. En un tiempo cuya medida ya no controlaba, alcanzó la sombra. Una saetera cegada que se abría paso hacia el exterior a través del muro. Se acuclilló sobre el alféizar triangular e introdujo sus manos entre las piedras con las que habían tapado la muesca. El humo acumulado en el interior del tubo estaba llegando hasta su posición. Consiguió sacar un par de rocas, que cayeron sobre el fuego porque la angustia le impedía controlar con precisión sus movimientos. Por suerte para él, el alguacil fumaba tranquilo, separado de la puerta, y sus hombres conversaban en la distancia esperando la caída de un cuerpo, no la de una piedra…
                Intemperie, Jesús Carrasco

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