Hacía tiempo que no le
veía. Se acababa de sentar en el banco de la iglesia. Al remanso. Sus muñecas
estaban ocultas tras numerosas pulseras. El tiempo ha pasado. Era el tonto que
nunca fue tonto. Allí estaba, sólo. Crucé algunas palabras por cortesía y nos
despedimos.
No había dado dos pasos
cuando vi al único niño que vive allí durante el invierno. Llevaba dos
ladrillos atados a la bici. No hacía mucho había recordado el chiste del loco
que paseaba un ladrillo atado con una cuerda como si fuera un perro. Ahora eran
dos ladrillos. Estaba arando, me dijo el niño. Dos ladrillos atados con una
cuerda, una bicicleta y el único niño que espera el invierno en aquel lugar.
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