La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo
murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al
sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución
habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no,
pensé con melancólica vanidad;
El Aleph, Borges
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