Dylan Thomas fue el tipo de quien he tenido más celos hasta
hoy, pensó el psiquiatra abandonando el automóvil a la sombra protectora de un
autobús de turistas, cuyo conductor explicaba a un taxista maravillado los
méritos íntimos de las francesas de cierta edad, capaces de volver el coito
leve y de fácil digestión como un soufflé de espárragos. Odié desesperadamente
a Dylan Thomas y los poemas tumultuosamente convincentes con los que ese gordo
borracho pelirrojo viajaba contigo a países interiores a los que yo no tenía
acceso, vecinos de los sueños de los que me llegaban ecos atenuados a través de
las palabras sueltas que masticabas con un éxtasis de sirena náufraga. Odié a
Dylan Thomas sin que lo supieses siquiera, dijo el médico caminando sobre el
césped húmedo de la noche hacia el combés del Casino y sus tripulantes
disfrazados de caballerizos majestuosos cambiando ceniceros con gestos lentos
de vestales, odié a ese rival difunto venido de la neblina de las islas del
norte con una sonrisa de corsario pensativo en las mejillas inocentes, ese
cabrón galés que reventaba los gruesos diques del lenguaje con venteadas frases
llenas de campanas y de crines, ese amante de espuma, ese fantasma con pecas,
ese hombre que vivía en una botella de whisky como los barcos de los
coleccionistas, ardiendo en su llama de alcohol con dolorosa gracia de fénix refractaria…
Pg. 134
Memoria de Elefante, Lobo Antunes
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