-Hola –dijo el médico en el tono con que Picasso debió de
haberse dirigido a su paloma.
Las cejas de la muchacha pelirroja se juntaron una con otra
hasta formar el acento circunflejo del tejado de un quiosco que las ramas de
plátano de los mechones sueltos tocaban levemente:
-No sabía yo que los dolores de muelas hablaban –dijo ella.
Tenía el timbre de voz que uno imagina en Marlene Dietrich en su juventud.
-No me duele ninguna muela porque las tengo todas postizas –informó
el médico-. Solo vengo a cambiarlas por barbas de tiburón para tragar mejor los
peces del acuario de mi madrina.
-Yo he venido a asesinar al dentista –declaró la muchacha
pelirroja-Acabo de descubrir la receta en Perry Mason.
En la etapa del instituto resolvías exactamente en un
santiamén las ecuaciones de segundo grado, pensó el psiquiatra, a quien
asustaban las mujeres pragmáticas: su dominio había sido siempre el del sueño
confuso y divagante, sin tabla de logaritmos que lo descodificase, y le costaba
hacerse a la idea de una ordenación geométrica de la vida, dentro de la cual se
sentía desorientado como hormiga sin brújula. De ahí su sensación de existir
solo en el pasado y de que los días se deslizasen marcha atrás como los relojes
antiguos, cuyas agujas se desplazan al revés en busca de los difuntos de los
retratos, lentamente aclarados por el resucitar de las horas…
Memoria de elefante, Lobo Antunes
Memoria de elefante, Lobo Antunes
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