Una botella de aguardiente iluminaba la cocina vacía con la
lámpara votiva de una felicidad de cirrosis. Con la ropa desparramada en el
suelo, el médico aprendía que la soledad personal posee el gusto ácido del
alcohol sin amigos, bebido a morro, apoyado en el zinc del fregadero. Y acababa
concluyendo, al volver a poner el tapón con una palmada, que se asemejaba al
camello que rellena su joroba antes de la travesía por un largo paisaje de
dunas que habría preferido no conocer nunca.
Memoria
de elefante, Lobo Antunes
Pero él, él, ÉL, ¿cuándo se había echado a perder? Hojeó
rápidamente su niñez desde el septiembre remoto del fórceps que lo había
expulsado de la paz de acuario uterina a la manera de quien arranca un diente
sano de la comodidad de la encía, se detuvo en los largos meses de Beira
iluminados por la bata floreada de la abuela, crepúsculos en el balcón sobre la
sierra oyendo el fulgor blando de la fiebre monótona de los cortones, campos en
declive marcados por las líneas de las vías del tren idénticas a venas
salientes en el dorso de la mano…
Memoria
de elefante, Lobo Antunes
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