domingo, 3 de marzo de 2013

dicción, el mundo que pertenecía a sí mismo

Su dicción era enfática, el conjunto de su cuerpo corpulento se movía en correspondencia con la argumentación, sus manos se agitaban por el espacio para ahuyentar las quimeras que pudieran estropear su razonamiento antes aun de que los demás las hubieran visto. Ya hablara sobre el gnosticismo de Hitler, ya sobre la reforma ortográfica, ya sobre la grandeza del trabajador en Jünger, las delicias de la carpa empanada o los lados oscuros de Proust, ya fuera el tema arriesgado o hilarante, serio o superficial o hermético, la estrategia era casi siempre la misma: una perfecta utilización del lenguaje, del matiz de las palabras, de la musicalidad, de prestos y andantes, del fuego de ametralladora de los staccati, hasta llegar a esa última arma de la retórica, el silencio cuidadosamente colocado en su justa medida, y así los dos neerlandeses, que sólo habían venido a pedir prestado un coche para su primera excursión juntos, fueron sumergidos dentro de ese color a mitad de camino entre el amarillo y el rojo que, naturalmente, no en vano era el color emblemático de su casa real. Como en una montaña rusa fueron transportados desde el oro celestial hacia el rojo ctónico, del amarillo azafrán de los monjes budistas hacia el naranja que debía de haber llevado Dioniso, y por tanto también de la fidelidad hacia la infidelidad, de la lascivia hacia la espiritualidad, y así,según Arno, hacia todo lo que era emocionante.
              El día de todas las almas, Cees Nooteboom
 
¿Qué hacía realmente? ¿Qué había de característico en lo que hacía? ¿Qué habría dicho él si ella no hubiera salido corriendo? Que él dividía el mundo en un mundo público, que casi siempre estaba relacionado con personas y lo que hacían o, mejor dicho, lo que se hacían unas a otras, y otro en el que el mundo, tal y como él lo llamaba, pertenecía a sí mismo. No es que en ese segundo mundo no hubiera personas, pero si las había, eran pesonas sin nombres y sn voz. También por eso la mayoría de las veces sólo utilizaba partes de sus cuerpos, manos o, como aquel día en el metro, pies; multitudes anónimas, personas, masa. Por ese segundo mundo nunca se había interesado ningún cliente, y también con razón, ya que esto sólo le pertenecía a él y debía guardárselo para sí hasta que algún día llegase a tener una forma. Notate, había dicho Arno, y esa palabra anticuada para noticias sí que le había gustado. Al hacerlo se convertía en una especie de notario, un contable que se presentaría alguna vez, o nunca, con su suma infinita. Todavía no tenía claro si ese primer mundo, el de los trabajos por encargo, tendría un lugar dentro del segundo…
           El día de todas las almas, Cees Nooteboom

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