En Ámsterdam había auténticas multitudes que se sentaban a
diario en los cafés, y ella se preguntaba cuándo tendrían las personas tiempo
de leer algo que no fueran los periódicos cada vez más gruesos y aburridos.
Quizá eso no se sintiera tanto aquí porque Berlín era mucho más grande, porque
en Berlín podías ser anónimo, pero en casa tenía a menudo la sensación de que
se había puesto en marcha un gran proceso de infantilización, una
superficialidad fatal e insoportable de personas que parecían querer demostrar
su individualidad riendo en masa los mismos chistes, resolviendo los mismos
crucigramas, comprando los mismos libros y no leyéndolos casi nunca, una suerte
de autocomplacencia tan desagradable que te angustiaba. Todas sus amigas
estaban apuntadas a yoga, iban de vacaciones a Indonesia, practicaban el
shiatsu, todas parecían tener cientos de ocupaciones en las que era
imprescindible estar fuera de casa; casi ninguna soportaba quedarse sola consigo
misma.
El día
de todas las almas, Cees Nooteboom
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