… y al llegar a Peniche tronaba, el cielo se
hendía con heridas de relámpagos que recortaban la villa, que recortaban el
mar, tomando las sombras fosforescentes antes de esconderse en sus pliegues de
tinieblas, un barco, casi en la línea del horizonte, flotaba sobre nubes que
supuraban lágrimas rojas, las casas se desmoronaban, los almacenes de los pescadores
y las traineras ancladas se deslizaban hacia la plaza, el farallón, amputado,
mostraba sus vísceras de pizarra, liberaba enjambres de aves aterradas, y a a
la mañana siguiente el coronel Gomes se ahorcó en la celda, y cuando lo vi,
antes de que lo cubriesen con el abrigo y un saco de arpillera, no me pareció
verlo morado ni con la lengua fuera, sino con las pupilas apagadas en una
expresión amable, de modo que pensé Se ha dormido, no se ha ahorcado ni nada,
se ha dormido, a pesar del verdugón en el cuello y de los hombros crispados,
pensé Se ha dormido, ha fingido que se ahorcaba para intentar engañarme, y
entonces me acerqué a él, le puse el pulgar en la frente y estaba fría y con
manchas color vino en la raíz del pelo, y las botas en el extremo de las
piernas, Margarida, se me figuraron vacías como los zapatos de los mendigos.
El
orden natural de las cosas, Lobo Antunes
La
han despedido de la noche a la mañana. Su madre, definitivamente, se muere. Es
hija sola. Pienso, otros están peor que yo. Respiro. Salen burbujas a la
superficie. Digo, hay que tomar cervezas cuando hay que tomar cervezas y tal
vez un día haya que rezar o leer otro libro. Eso es vivir a tope. Hace cuatro
días estaba en forma y ahora estoy yo más en forma que ella. Un día también me despedirán.
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