Miraba las botellas de whisky desde la calle, al otro lado
del escaparate. De repente la figura de su madre cortó la visión del plano.
Ella sonrió, él se turbó mínimamente ante el genio salido de la lámpara. Entró
en el supermercado, la esperó a que saliera y marcharon juntos. Antes la hizo
una fotografía, en la misma puerta, mientras repasaba el ticket de la compra,
un acto rutinario. El mundo giraba alrededor y el obturador de la memoria se
llenó de tiempo.
Hace casi un año, por esas mismas fechas, encontró a un
amigo a la salida de otro supermercado. El amigo observaba el cuadro de
publicidad que exponían afuera mientras echaba un cigarro. Le preguntó por su
padre y le contestó que iba tirando. Luego le acompañó adentro para continuar
la charla mientras hacía la compra, liviana, con pimientos, yogures y una red
de patatas. Los dos habían acudido con el coche, algo raro en él salvo cuando
marchaba al pueblo, cosa que iba a hacer a continuación, tras su compra cargada
de azúcares y entremeses.
Las dos figuras, paterna en la del amigo y materna en la de
él, marcan su tiempo, un tiempo en el que el padre ya no está, salvo en la
sombra y su madre, vive en cada sorbo de whisky, al otro lado del espejo de
este escaparate llamado mundo.
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