… La vista, y acto seguido la mano,
se dirigieron a un cenicero de cristal macizo que había sobre la mesa. Sin
duda, ella pensó que quería matarla, porque dio un chillido de espanto y se
tapó la cara con el brazo. Pero mi ángel de la guarda veló por mí: ignoro cómo
logré dominarme. Dejé el cenicero de nuevo sobre la mesa y salí de la sala.
El
desprecio, Alberto Moravia
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