He hablado de mi segundo, o mejor dicho, tercer lugar que guarda más
recuerdos del pasado, tal y como se me apareció en un principio; eso significa
que me he referido a las personas que moraban en aquella casa de acuerdo con la
primera impresión que, según mi memoria, recibí al conocerlas. Viví en aquella
comunidad varios años –cinco, seis, quizá siete- y durante la época allí transcurrida todo
cambió a mis ojos, porque aprendí más, si bien siempre de una forma nebulosa.
Algunos de sus ocupantes la abandonaron; las sonrisas de otros se transformaron
el lágrimas; hubo quien se pasaba el día enjugando estas últimas y mostrándose abatido. Unos pocos se
volvieron tan salvajes y violentos que fueron arrastrados por unos seres que
parecían mudos a un lugar subterráneo y profundo del que nunca supe nada en
concreto; pero no he olvidado los gritos desconsolados que se oían a través del
suelo, ni los gemidos y las caídas de resonancia metálica, como de hierro sobre
paja. De vez en cuando, al mediodía, traían a la casa féretros, que a los cinco
minutos eran transportados fuera de ella, pesando más que al entrar –o por lo
menos así me lo parecía-: pero nunca vi quién iban su interior. En una ocasión
observé como empujaban un ataúd de enormes dimensiones a través de una ventana
inferior tres hombres que no pronunciaron una sola palabra; al rato tiraron de
él por el mismo procedimiento y desaparecieron. Las personas invisibles que
abandonaban la casa de un modo tan extraño eran siempre reemplazadas por otras
asimismo invisibles que llegaban en carruajes cerrados. Algunos, vestidos con
harapos y andrajos, venían a pie, o mejor dicho eran impulsados por hombres a
caballo…
Pierre o las ambigüedades, Melville
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