Nunca se me ha dado bien el dibujo
y aquellos colorinches que tenía sobre el escritorio de palisandro demostraban
con hechos mi opinión. Estaba harto de esos monitos jodelones y sus
implementaciones. Coloqué las charreteras en el abrigo, arrojé el folgo con la
chaconada de mi tatarabuela, di un portazo y con mi invectiva fui a tomar una
copa de garús. Me hubiera gustado tener más sensibilidad, escribir epitalamios
elegíacos, no sé, pero lo más mínimo conseguía sacarme de las casillas. Eso
era, el protesto recibido a primera hora ponía en un brete mi probidad. Debía
pagar las pastillas del serrallo y unas varas de guipur que decían había
comprado en una almoneda pasando el arriate. Una mentira más que soportaría
mejor con un lingotazo de triaca y no de garús. Y en esas me encontré a mi
amigo el Zopo, coleccionista de cantáridas, tosiendo por su pleuresía. Parecía
galvanizado y un tanto cataléptico. Nos saludamos y se me adelantó en la
demanda diciendo que necesitaba una pomada antiflogística. En otra ocasión me
hubiera leído alguno de sus últimos anagramas y hubiéramos cambiado
impresiones, pero aquel día fue distinto. Dos chantres, uno de ellos natural de
Escitia, se pararon ante nosotros y gritaron como si leyeran ante un facistol,
Sta viator, amabilem conjugem calcas, traducido, párate viajero, estás
caminando sobre una esposa digna de amor. No entendía nada y así se lo hice ver
al Zopo. No les hagas caso, son parnasianos, literariamente hablando y
espontaneístas, política y socialmente. Su actitud responde a un trending topic
aberrante. Una manera de entender la vida y el arte. Aquel dislate se sumó al
coup affreux con el que inicié la jornada y no sé por qué, de repente recordé
uno de mis quehaceres interrumpidos, la lectura de un pequeño ensayo sobre la
teoría literaria de la impersonalidad. En ese momento, mi amigo, con su aspecto
de giróvago constipado, cayó fulminado al suelo y expiró entre los ladridos de
un perrillo gozque. Había sufrido un aneurisma de aorta, diagnosticó un celador
jubilado con el que pude charlar un rato. Nunca podré olvidar aquello, mis
penas pasaron a ser un epifenómeno del suceso y jamás fui capaz de hacer una
etopeya con la mesocrática ausencia de mi recipiendario amigo el Zopo.
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