domingo, 25 de marzo de 2012

Microrrelato de aorta


Nunca se me ha dado bien el dibujo y aquellos colorinches que tenía sobre el escritorio de palisandro demostraban con hechos mi opinión. Estaba harto de esos monitos jodelones y sus implementaciones. Coloqué las charreteras en el abrigo, arrojé el folgo con la chaconada de mi tatarabuela, di un portazo y con mi invectiva fui a tomar una copa de garús. Me hubiera gustado tener más sensibilidad, escribir epitalamios elegíacos, no sé, pero lo más mínimo conseguía sacarme de las casillas. Eso era, el protesto recibido a primera hora ponía en un brete mi probidad. Debía pagar las pastillas del serrallo y unas varas de guipur que decían había comprado en una almoneda pasando el arriate. Una mentira más que soportaría mejor con un lingotazo de triaca y no de garús. Y en esas me encontré a mi amigo el Zopo, coleccionista de cantáridas, tosiendo por su pleuresía. Parecía galvanizado y un tanto cataléptico. Nos saludamos y se me adelantó en la demanda diciendo que necesitaba una pomada antiflogística. En otra ocasión me hubiera leído alguno de sus últimos anagramas y hubiéramos cambiado impresiones, pero aquel día fue distinto. Dos chantres, uno de ellos natural de Escitia, se pararon ante nosotros y gritaron como si leyeran ante un facistol, Sta viator, amabilem conjugem calcas, traducido, párate viajero, estás caminando sobre una esposa digna de amor. No entendía nada y así se lo hice ver al Zopo. No les hagas caso, son parnasianos, literariamente hablando y espontaneístas, política y socialmente. Su actitud responde a un trending topic aberrante. Una manera de entender la vida y el arte. Aquel dislate se sumó al coup affreux con el que inicié la jornada y no sé por qué, de repente recordé uno de mis quehaceres interrumpidos, la lectura de un pequeño ensayo sobre la teoría literaria de la impersonalidad. En ese momento, mi amigo, con su aspecto de giróvago constipado, cayó fulminado al suelo y expiró entre los ladridos de un perrillo gozque. Había sufrido un aneurisma de aorta, diagnosticó un celador jubilado con el que pude charlar un rato. Nunca podré olvidar aquello, mis penas pasaron a ser un epifenómeno del suceso y jamás fui capaz de hacer una etopeya con la mesocrática ausencia de mi recipiendario amigo el Zopo.

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